martes, 8 de marzo de 2011

Carlos Pujol, El lugar del aire

Narradores de Hoy, BRUGUERA.



El lugar del aire -quizá el vacío, pero también el reino de los sueños y el ámbito de lo invisible- recrea con magistral sutileza la atmósfera del París del 1900, convocando a sombras ilustres y casi legendarias de la belle époque. Bajo el patronazgo de Proust (quien incluso hace una breve aparición personal en una de sus páginas), tenemos acceso a una ciudad soñada y finisecular en la que todo se diluye en fastasmagorías significativas. Carlos Pujol culmina así brillantemente su ciclo novelesco sobre el siglo XIX, aventura literaria que constituye por su clasicismo y su magisterio estilístico una de las máximas aportaciones a la novela española contemporánea.



Carlos Pujol nació en Barcelona en 1936, se licenció en Filología Románica y, después de vivir un año en Escocia como profesor de español, en 1962 se doctoró con una tesis sobre Ezra Pound y los poetas medievales. Posteriormente simultaneó la docencia en la Universidad con la crítica literaria, traduciendo así mismo a numerosos autores clásicos y modernos, entre otros Ronsard, Shakespeare, Racine, Defoe, Chateaubriand, Jane Austen y Balzac. Entre 1973 1979 publicó cinco libros sobre literatura francesa: Voltaire, Balzac y la Comedia Humana, La novela extramuros, Abecé de la literatura francesa y Leer a Saint-Simon. En 1981 apareció su primera novela, La sombra del tiempo, seguida por Un viaje a España (1983) y ahora por El lugar del aire.



Estos tres libros, aunque independientes entre sí, componen un ciclo novelesco sobre el siglo XIX, siempre con personajes y situaciones que se vinculan a Francia. Ciclo francés que empieza con una historia ambientada en el tránsito del Antiguo Régimen a la nueva Europa surgida de la Revolución, continúa con una trepidante aventura de los años románticos y concluye en la atmósfera crepuscular del París del 1900, cuando muere el siglo. Chateaubriand, Balzac y Proust, admiraciones literarias confesadas por el autor, tienen que ver con cada uno de esos tres momentos de la Historia convertida en mito y poesía.



El lugar del aire contiene una enigmática trama argumental que se desarrolla en las últimas semanas del año 1900, cuando agoniza el siglo XIX y tal vez esté a punto de terminar el mundo; una anciana que recuerda un borrascoso y melancólico pasado nos introduce en un clima de misterio que perdura más allá de los secretos y apariencias intrigantes que la acción acaba por revelar; porque la fuente de lo misterioso está más que en la anécdota narrativa, en el interior de los personajes, soñadores, indecisos, alucinados y contradictorios, que pueblan tan singular narración. Entre dos siglos y entre dos luces, el lugar del aire es el del ambiguo juego de la claridad y las sombras, el de los recuerdos y las canciones, el de los sueños imposibles y el de crepitantes paradojas verbales que se van a desvanecer al simple contacto de la muerte.



Como ya es habitual en las novelas de Carlos Pujol, aquí conviven seres de ficción con personajes reales bien conocidos (cuya identidad se respeta escrupulosamente, aunque a menudo se omita la mención expresa de su nombre) y con figuras procedentes de la tradición literaria y que se adaptan a las conveniencias de esta nueva aventura en la que reviven. Todos contribuyen al encanto brillante y marchito de esta evocación poética -que nunca descuida el humor- del París de la belle époque, donde nada es lo que parece y todo significa mucho más de lo que aparenta; donde los sueños transforman la realidad, y la imaginación transforma a su manera, a veces por caminos no poco dramáticos, la consistencia aparentemente irreversible de la historia, del pasado.

***

Expresiones que me gustan:

De un tiempo a esta parte...

La Navidad estaba en puertas...

En tal caso -y no faltaban indicios que abonasen esa hipótesis- nunca sabríamos que ocurrió...



Algunos apuntes recogidos en el libro, que me gustaron o me llamaron la atención:

Pág. 13: sobre la vejez
Incliné la cabeza acurrucándome en el sillón y me sentí muy vieja, con una vejez irreal que no era posible que algún día tuviese fin.


Pág. 14: el milagro de la luz o el progreso
Sylvestrine, la cocinera, debió de encender la lámpara del vestíbulo: su mayor afición era comprobar que la luz eléctrica existía, hacer girar los conmutadores y ver una vez más que aquel milagro luminoso obedecía a un movimiento de sus dedos. Siempre encontraba alguna excusa para confirmar incansablemente la ilusionada prueba, y al cabo de unos instantes, que bastaban para fingir que ya había encontrado lo que andaba buscando, volvía a sus fogones tranquilizada acerca del progreso y del buen orden del mundo.



Pág. 48: sobre los recuerdos
¿Cómo revivir el recuerdo al contarlo años después? La sangre se enfriaba, había que echar mano de comparaciones que tenían que sonar a huecas; el recuerdo como un miembro amputado que sabemos que ya no existe, pero que duele más que nunca, la luz que después de apagarse se sigue viendo con la misma intensidad, un zumbido de abejas furiosas en las sienes. Aunque quizá no hablaba del deseo, que en la memoria se confundía con el tiempo vivido, evocándose como algo nuestro que ya no nos pertenece, una queja de desesperación.


Pág. 59: descripción de un policía
Me miraba con ojos quietos y desorbitados, de ave nocturna que puede ver donde los demás no ven, o de miope que simula una vista de lince con la intensidad de su mirada, y su largo macferlán ondulaba a cada movimiento, como si se dispusiera a echar a volar en busca de otros sospechosos más dignos de su atención. Tuve la seguridad de que detrás de aquella manera impertinente de mirarme sólo había un hombrecillo banal que se había hecho policía por tener cara de búho.

Pág. 65: sobre la inocencia
-¿Qué es la inocencia? Una sublime presunción, lo que no existe y sin embargo es bello, algo en lo que quisiéramos creer para salvarnos de la incertidumbre, lo que ilumina nuestra vida y nuestros sueños de felicidad. ¿Puede usted jactarse de estar libre de toda culpa, Monsieur Larsan? ¡Ah! Como decía el poeta,
Reconozco que empieza mi inocencia a pesarme.

Pág. 73: lenguaje de las flores
-Pues no lo sé, mamuchka. Si hay un lenguaje de las flores, ¿por qué no habrá también el lenguaje de las cosas? Verás: el gladiolo es la cita, el jazmín, amor voluptuoso -estamos en Auteuil-, el asfodelo, corazón abandonado, la capuchina, indiferencia, el miosotis, recuerdo fiel... ¿No te dice nada todo eso? Podría ser la historia de Constance.
...
-La balsamina, si no recuerdo mal, es fragilidad, el amaranto, amor duradero, el jacinto, corazón lacerado.

Pág. 87: lenguaje corporal del diplomático
... cierto diplomático...
Por entre un mar de cabezas, me miraba lastimosamente, y a medida que se acentuaba su nerviosismo, aumentaban los movimientos convulsivos que eran tan propios de él y que todo el mundo imitaba en las reuniones sociales. Se acariciaba la parte interior de la solapa, se afilaba la nariz con los dedos, torcía la boca, hacía como si quisiera arrancarse el mentón, guiñaba desenfrenadamente los ojos, arqueaba las cejas, se alisaba el pelo y juntaba ambas manos sobre el pecho en un ademán tal vez implorante.
¿Quería decir algo con aquel lenguaje mudo que acaso él mismo ignoraba, pero que no por ello dejaba de ser tan intrigante como expresivo? ? ¿Qué pensaban en las cancillerías europeas de aquella mímica, que mal interpretada podía originar un casus belli? ¿Eran peticiones de auxilio, disculpas, qué intención tenían aquellos mensajes no sé si involuntarios, que no se atrevía quizá a formular con palabras, y que no obstante diríase que era ineludible lanzar desesperadamente al aire, confiando en que alguien recogiera sus señales y pudiera descifrárselas a él mismo?

Pág. 93: más lenguaje de las flores
En las paredes, muchos cuadros de la dueña de la casa: Campanillas (amistad leal), camelias (orgullo), pasionarias (dolor), anémonas (perseverancia), si es que todo aquello quería decir algo.

Pág. 100: más lenguaje de las flores
En un caballete había un cuadro con clemátides blancas (deseos, ¡si pudiera conmover tu corazón!), y arrimados a las paredes otros muchos cuadros, todos con temas florales.

Pág. 111, 112: sobre ingleses y celtas
-Los ingleses son una raza fútil y quizá despreciable (aunque no me atrevo a asegurarlo), y ello explica su afición a los deportes y su éxito en los negocios. Yo soy de una estirpe de celtas soñadores y fantasiosos que sabemos muy bien qué es lo esencial de la vida: tumbarse en un sofá, por ejemplo, y echar a volar la imaginación, sentarse alrededor de una mesa con buenos amigos, como ahora, beber ajenjo o champán, perderse en la belleza de un cuadro o en una nostalgia, dedicar años a escribir un solo verso, que aún estará lejos de la perfección. O dar el placer a los demás con nuestras palabras. Lo único digno de vivirse es casi impalpable, y desde luego indecible. Por eso es tan divertido dedicarse a decirlo.
-Veo que no le gustan los ingleses -dije.
-Madame -contestó con una sonrisa retadora-, nadie es poeta en su tierra. Yo era muy conocido allí, por lo menos tanto como el Banco de Inglaterra, y les diré sin jactancia que el Imperio Británico no se recuperará jamás de mi paso por la vida; pero no congeniábamos, ésa es la verdad. Yo quería vivir para ser feliz, y casi todo me ayudaba a serlo, en especial mis enemigos: bastaba perseverar en todo lo que me reprochaban para saber que daba pasos muy firmes hacia la felicidad y hacia mí mismo; hay que cultivar lo que la gente nos critica, es lo mejor que hay en nosotros. Me rizaba el cabello y me lo teñía de color ámbar, me disfrazaba de Balzac; en Londres todo eso daba mucho que hablar. Decían de mí que era apolíneo, ¿no parece imposible? Y me cantaban cosas así:

As you walk down Piccadilly
with a poppy or a lily
in your mediaeval hand…

Mis manos nunca han sido medievales, ya lo ven, ¡qué le vamos a hacer! Exigían que trabajase, cuando el trabajo es para los que no tienen nada mejor que hacer; la pereza es un don precioso que malgastamos estúpidamente. Los ingleses eran intolerantes conmigo, yo sólo lo era con la fealdad; yo vivía a gusto, ellos se sentían incómodos, porque en el fondo están desconcertados por ser ingleses, no saben cómo serlo; disimulan todo lo que pueden jugando al críquet, pero se les nota.


Pág. 113: la perorata de Aurélien
Era un chisporroteo incesante de humor, frases cínicas y lapidarias que decían lo contrario de lo que el oyente esperaba oír, pero que levantaban ecos misteriosos en algún rincón insospechado de nosotros mismos. Y hablaba y hablaba sin atropellamiento, con la naturalidad de un improvisador genial que no se cansa y que no tiene prisa, que encuentra el sentido de su vida en el juego vistoso y cegador de las palabras y las ideas vueltas al revés, divertidamente pervertidas para nuestro goce.

Pág. 113: sobre Verlaine
Hablaban de gente que conocieron. El divino Verlaine, que murió hecho una piltrafa en un hospital, perpetuamente borracho, y a quien Melmoth recordaba en el Café François I, envuelto en miradas de idolatría de Bibi-la-Purée. …
-¡Verlaine, enamorado del ajenjo, ese demonio turbio e irresistible como el placer! Según el doctor Nordau, todos los genios están locos, pero olvida que todas las personas sensatas son idiotas.

Pág. 115, 116: cuestiones literarias
-… ¿Le parece presuntuoso? -preguntó mirándome.
Aurélien desvió diplomáticamente la conversación hacia cuestiones literarias. ¿Había leído las últimas novedades francesas? ¿El Journal d'una femme de chambre, de Mirbeau, L'appel au soldat, de Barrès, Claudine à l'école, de Willy o del negro que hubiese utilizado en esta ocasión? ¿Y Jammes? ¿Y Huysmans? ¿Conocía las últimas cosas de Lorrain y de Rachilde?

Pág. 140: Norma por poco se ahoga
Se echó a reír con estridencia y la risa se le estranguló en un ahogo, como si se atragantase irremediablemente y no pudiera respirar, emitiendo entre toses unos silbidos entrecortados y angustiosos. Me levanté para darle unas palmadas en la espalda, pero rechazó mi ayuda, agarrándose con todas sus fuerzas a los brazos del sillón, como si buscase desesperadamente un punto de apoyo que le permitiese expulsar las flemas o los cuerpos extraños que la asfixiaban.
Tenía los ojos muy abiertos y todo el cuerpo en tensión, los músculos tirantes bajo aquella túnica verde de cartaginesa absurda, y su visible desnudez me pareció de pronto la de un cadáver. Ahora respiraba un poco mejor y se retorcía las manos sobre las blondas de su regazo, con las serpeientes entrelazadas y amenazadoras. Al parecer se recuperaba, pero aún tenía que hacer grandes esfuerzos por tragar saliva, como si ésta se le acumulase en la boca y no pudiese abrir su paso natural garganta abajo.
Yo la miraba atónita sin saber qué hacer, queriendo colaborar a que se repusiera de aquel accidente tal vez banal, pero que en ella adquiría proporciones trágicas, con un hilillo de saliva cayéndole de la comisura de los labios y el rostro desencajado, como de quien ha visto muy de cerca la muerte y todavía no consigue olvidar su visión. Me volví hacia la niña. Zoé no se había movido, me pareció que ni siquiera se había molestado en volver la cabeza.


Pág. 159: el gran saber de l'abbé Ledoux
El abate Ledoux pareció estar a punto de decir que aquello era lo que menos le preocupaba, pero se contuvo a tiempo.
-Todo esto es muy raro -suspiró.
-Por eso me gusta tanto. La vida es rara, Monsieur l'abbé, y Dios también.
-¿Adónde quiere ir a parar? -exclamó sobresaltándose.
-Verá, todo es difícil de entender, a Dios le gusta mucho el misterio. ¿Usted nunca ha imaginado a Dios como un novelista?
-No -dijo anonadado.
-Es una manera de hablar, pero ¿se ha fijado en la inagotable imaginación de Dios? ¿A quién se le hubiera ocurrido inventar una historia tan extravagante?
-Es posible que a usted misma -contestó dándose por vencido-. Ya veo que seguirá con el asunto; aunque es mi deber advertirle que los ensueños son una forma de la idolatría. Bueno, al menos hágalo con humildad. Como dice san Optato de Milevi: Más valen los pecados con humildad que la inocencia con soberbia. Meliora sunt peccata cum humilitate quam innocentia cum superbia.
Humilló la cabeza, como pidiendo excusas por tanto saber.


Pág. 167, 168, 169: memorias de un tiempo futuro

-Todo está en sus memorias, Madame -siguió diciendo, sacudiéndose la tierra adherida a su pulquérrimo pantalón-. En vez de dar el golpe de Estado, se puso a escribir unas extrañas memorias que provocaron el equívoco de que le hablaba antes. Tal vez comprendió que su plan era imposible y siniestro, pero no renunció a contarlo todo por escrito, con el máximo pormenor y, eso es lo más peregrino, como si hubiese sucedido. En sus memorias habla en pasado de hechos que sitúa en el año que viene, como si fuese un memoriógrafo del tiempo futuro que transmitiese a la posteridad las circunstancias de una historia que aún tiene que suceder. No sé si me explico.

-Se explica. Y me parece un indicio de locura, estamos todos locos. Nuestros confidentes, sobre todo uno de ellos, tuvo acceso a ese manuscrito fantástico, y la noticia nos alarmó, los pasajes que copiaron para nosotros daban idea de una vasta conjura de incalculables consecuencias. De ahí nuestra constante vigilancia, nuestras sospechas, de ahí los recelos que despertó la visita que ustedes hicieron aquella noche a los de De Croisy. Hasta que advertí, sin falsas modestias, he de decir que yo fui el primero que noté que algo sonaba a hueco en toda aquella historia, la asombrosa falta de concordancia entre las fechas y el tiempo de los verbos. Una cuestión de gramática, dirá usted, pero esencial. ¿Qué sería de los franceses si no tuviéramos escrúpulos gramaticales?

-Y comprendió que todo era imaginario. Que era un golpe de Estado para la literatura. Lo único que podía hacer.

-C'est ça. Eso nos puso sobre aviso y entonces lo vi todo claro. Quéria dar de sí mismo una idea heroica y descabellada, falsa, desde luego. Habla para la posteridad de un gran golpe de Estado que regenera Francia y la devuelve a sus días de mayor gloria; y esos hechos se cuentan como sucedidos en los años futuros, como si escribiese desde el porvenir. Después de su muerte, si llegan a publicarse estas memorias, serán la desesperación de los historiadores, que no comprenderán nada.

-De todos modos, nunca comprenden nada -dije.

-¡Qué idea más singular!, ¿verdad? Contar una historia imaginada, como si fuera real, a las generaciones venideras; ¿qué dirán de nosotros en en siglo XX? Para ellos sólo seremos sombras, y además muy confusas.

Pág. 174: ¿de quién se tratará?

Côté potins, puedo decirte que aún se habla un poco del escándalo en que se vio envuelto cierto escritor a la moda al que condenaron a trabajos forzados convicto de sodomía; se puede ser un sinvergüenza y un depravado y guardar las formas, la privacy es la privacy, pero el caso al que aludo es intolerable. Inglaterra desprecia a ese supuesto caballero y ya ha empezado a olvidarle definitivamente.

Pág. 174: sobre el nombre de Sherlock Holmes
El colaborador de Míster Holmes, el doctor Watson, veterano de no sé qué campaña de Afganistán, me decía en el Albemarle Club, mientras degustábamos un negus (aclaraba que eso era oporto, agua caliente, azúcar y especias, y que se llamaba así por el coronel del mismo nombre), que a su amigo le habían propuesto para la dignidad de Sir por los servicios prestados al país; pero que, aunque Sir Holmes no sonaba mal, Sir Sherlock Holmes era de una cacofonía espantosa, como el ruido de una vieja llave al girar en una cerradura oxidada. Eso hacía un tanto incierto el asunto.

Pág. 177: por querer hablar demasiado
Mientras, el locuaz y jovial Pierrefonds hablaba infatigablemente sin medir sus fuerzas: alargaba demasiado las frases, como movido por la impaciencia de no retrasar informaciones que debía de creer urgentísimas, contando con que la respiración iba a permitirle decir más de lo que podía; y siempre se quedaba sin resuello antes de rematar la frase, ahogándose cuando aún le faltaban dos o tres palabras que emitía en un suspiro desesperado y angustioso.

Pág. 188: de cesuras y de versos
¿Había reparado en esa zona intermedia, a caballo de la cesura, que creaba tonalidades sombrías, como una oscuridad sugerida por la repetición de la misma vocal? Era un efecto sonoro que le había costado mucho encontrar, y que servía de puente en un verso que empezaba con la luz y que tenía que morir con la noche. Nada es casual, insistió, la inspiración se doma con el trabajo de la lima.

Pág. 197: sobre los rusos
-No sabía que fuese usted tan rusa.
-Se hace lo que se puede -respondí.
Comentó que los rusos, sin desmerecer a nadie, eran muy peculiares, que había conocido a muchos en una época lejana de su vida, cuando trabajó de camarero en cierto restaurante muy bueno, el Helder, ¿lo conocía? Sí, conocía el Helder, como la palma de mi mano, y me traía recuerdos que era mejor haber olvidado, aunque pensándolo bien, no todos, porque por aquel entonces no tenía ni la menor idea de la existencia de Sylvestrine.
-Recuerdo muy bien -evocaba Cri-Cri- que cierta noche cenaba allí el conde Koslov, y de pronto se levantó y dijo en vol alta señalando una mesa en la que había un matrimonio judío: Autorizo a estos judíos a que me abofeteen. Todos nos quedamos estupefactos. El judío fue hacia él y le preguntó muy serio: ¿Es verdad lo que acaba de decir? Koslov asintió con la cabeza. El otro le dio un tremendo bofetón, saludó y regresó a su mesa para seguir cenando con su mujer. El conde volvió a sentarse y dijo muy sereno: Necesitaba que me humillasen. Yo acudí para limpiarle la sangre de la nariz con la servilleta, y oí que explicaba: Tenía que expiar un pecado muy grave que cometí ayer. Y siguió comiendo su loncha de jamón frío como si nada.
-Es una historia extravagante -dije.
-Los rusos son así, he conocido a muchos.

Pág. 217: tienen a la pobre protagonista muerta de hambre
¿Para quién preparaba semejante festín? ¿Consentiría su intransigente celo, siempre en bien de mi hígado, en que yo participase de él? ¿Podía llamarse gula lo que sentía en aquellos momentos, antiguos sabores evocados que resbalaban imaginariamente por el paladar, produciendo un turbador cosquilleo en esa zona intermedia y mal definida en la que el gusto se hace olfato? ¿Era gula o instinto de conservación?

Pág. 225: sobre la memoria
Yo pensaba en aquel espejismo que había sufrido la noche en que conocí a Constance, confundiendo la casa de Auteuil que me describía con aquella otra, la que perteneció a madame Doche y que fue de Louis. Quizá todos los recuerdos muy profundos estén emparentados, quizá al hurgar en las últimas galerías de la memoria las rememoraciones y el olvido se hermanan o se funden, y nos hacen ver tiempo atrás imágenes que son mezclas soñadas de deseos.

Pág. 238, 239: sobre la memoria y los recuerdos
Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin tener noción de su causa, haciendo que me parecieran indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, del mismo modo que actúa el amor, llenándome de una esencia preciosa; o, mejor dicho, esta esencia no estaba en mí, era yo misma. Sentí como si algo pugnara por brotar en el fondo de la memoria, algo decisivo que podía transformarme.
La salvación estaba en la memoria, que rescataba lo vivido sometiéndolo a cambios sutiles y profundos para que resucitase con un nuevo esplendor; más aún, el aire que habíamos abrazado como si fuera vida, podía volver bajo la forma de recuerdo que ya formaba parte de nosotros mismos. ¿Qué presagios salían de aquel pozo de tiempo? Era como si estuviera a punto de recordar algo que creía olvidado para siempre, y que podía darme un conocimiento cuya pérdida iba a hacer de mí un ser inconsolable.
Bebí otro sorbo y luego un tercero, pero la virtud del brebaje parecía menguar. Estaba claro que la revelación que entreveía confusamente no residía en él, sino en mí. Poco después de haver insinuado su existencia, volvió a hundirse en la oscuridad hasta desaparecer, y nunca supe lo que hubiera podido significar para mí la evocación de aquel recuerdo que naufragó en mi propio olvido.

1 comentario:

  1. Este libro me dejó muy escéptica. Por una parte, me maravillaba la escritura, el estilo pulido -encontré que la lengua estaba muy bien cuidada, también refleja un uso muy correcto del francés-, pero por otra parte no entendí nada o poca cosa a la trama de la narración. No le encontré ningún sentido a la historia. Me pareció que no contaba nada o, en todo caso, no me pareció a mí nada interesante. Me dio la impresión de un gran "collage" donde se mete todo lo que se puede o se tiene a disposición, para que forme un todo, algo borroso y estrambótico, pero cuyos elementos no presentan ninguna coherencia entre sí. En fin, es un libro que no recomendaré.

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